Todos queremos que nos reconozcan por un trabajo bien hecho. Es muy halagador sentirnos valorados y queridos. El problema es que a veces este apetito se vuelve casi patológico. Necesitamos que nos necesiten, que dependan de nosotros. Nos encanta sentir que somos los mejores, únicos, irremplazables. “No sé qué haría sin vos”, nos dicen, y el ego se infla y se regocija. Nos sentimos en la gloria. Nadie resuelve como nosotros. Nadie está tan al pie, trabaja más horas ni es tan incondicional.
¿En qué lugar nos deja ser tan imprescindibles? “Cuando comencé mi carrera soñaba con ser Steve Jobs y terminé siendo MacGyver”, dice Martín, un joven jefe del área de un importante laboratorio. El héroe de la televisión de los 80 era un experto en resolver problemas. Tenía un ingenio insuperable para improvisar soluciones con lo que tenía a mano: una navaja suiza, un chicle, un clip, una botella de gaseosa. Siempre al límite, lo suyo no era la prevención, la planificación ni la estrategia. Apremiado por el tic-tac de una bomba, era capaz de poner en riesgo su vida para salvar a los demás.
En el actual contexto de cambios, la tarea de los MacGyver organizacionales se ha vuelto mucho más compleja. Martín, por ejemplo, hasta el año pasado lideraba tres proyectos del área. Como es tan eficiente, y además porque la empresa ha reducido su planta de mandos medios, su jefe le fue sumando más y más tareas: al día de hoy, maneja siete de los diez proyectos que se encuentran en marcha, todos en distintas etapas de realización. Lo que antes manejaba de taquito ahora se complicó, porque las nuevas tareas requieren de habilidades que todavía no domina del todo, y que no tiene tiempo para aprender. Además de incrementar sus responsabilidades, Martín ahora tiene que preparar y supervisar a la gente que se ha incorporado a los nuevos proyectos, personas que permanentemente lo buscan, lo interrumpen, lo necesitan. Para eso tampoco hay mucho tiempo, entonces no termina de delegar. Martín quiere cumplir con todo y con todos, y por eso sigue trabajando cuando sale de la oficina. Para él no existen los feriados ni los fines de semana, las salidas en pareja ni los cumpleaños familiares. Ningún sacrificio es demasiado si se lo compara con defraudar a su jefe, a la compañía, y perderse la oportunidad de recibir sus palmaditas en la espalda.
Ser el mejor a veces es un castigo. Nuestra reputación de MacGyver nos condena. Por ser tan eficientes, cada vez nos dan más trabajo, y tenemos que atajarlos como podemos.
Estrés laboral: salud y rendimiento
Si bien no hay un estudio actualizado en nuestro país, existen datos de la OIT, la OMS y diversas encuestadoras privadas que demuestran que entre 2009 y 2014 han ido aumentando progresivamente del 26,7% a casi el 40% las personas que sufren las consecuencias del estrés laboral en su salud y en su rendimiento. Es significativo, también, que haya bajado a los 25 años la edad en que comienzan a presentarse diversas patologías vinculadas al burnout: fatiga crónica, ansiedad, problemas musculoesqueléticos, falta de concentración, ausentismo e ineficiencia en el trabajo. Sumemos a estos datos los costos en el ámbito social y familiar. ¿Estamos dispuestos a pagar tan alto la necesidad de reconocimiento?
Además de los problemas mencionados, ser irremplazable puede ser un obstáculo para nuestro desarrollo. Más de una vez me ha tocado asistir a mesas de trabajo donde se toman decisiones de promociones y traslados. Suele ocurrir que, cuando se menciona el nombre de un candidato, un jefe salta al grito de: “¡A (nombre) no me lo saques! Sólo algunos jefes provocan la salida de una situación que les resulta tan conveniente, tan cómoda. Es más, la mayoría suele hacer lo todo lo posible para que nos quedemos donde estamos.
Sin darnos cuenta, hemos sido cómplices en crear y eternizar esta situación. Con nuestra actitud de scout acostumbramos a nuestro entorno a estar siempre disponibles. En el corto plazo, esta dinámica nos sirvió a todos. Al jefe y a los colaboradores, porque estuvimos siempre listos para salir al rescate. A nosotros mismos, porque para satisfacer nuestro ego, por temor a defraudar al otro en las expectativas que creamos, por no bancarnos una conversación difícil o una mala cara dijimos siempre que sí, aunque para eso tuviéramos que inmolarnos. La miopía del corto plazo nos llevó a meternos en maridajes insatisfactorios y abusivos, y a bailar al son de una cultura empresarial que confunde incondicionalidad con compromiso.
Si no nos cuidamos a nosotros mismos, nadie nos va a cuidar. Tendemos a demorar la decisión hasta el momento en que las consecuencias en nuestra salud y en el deterioro de los vínculos son evidentes, o los platos que tenemos girando en el aire comienzan a estrellarse contra el suelo.
Para algunas personas es natural decir que no, poner límites. Saben a dónde van y no se dejan distraer por cosas que los alejan de sus metas. Y ese foco a largo plazo, esa conciencia de dirección es la diferencia fundamental entre parecerse a Steve Jobs o eternizarse en MacGyver. No es tan fácil animarse a decir que no. Al principio es incómodo. Hay que superar la abstinencia de halagos y aguantarse la reacción de los demás, a quienes nuestro cambio seguramente no les va a gustar. Sobre todo, hay que tener disciplina y sostener con firmeza las decisiones no negociables, porque el entorno nos va a presionar para que volvamos a pisar el palito.
Ezra Pound, uno de los poetas más revolucionarios del siglo XX, decía que “un esclavo es aquel que espera que venga alguien a liberarlo”. Cuando decimos a todo que sí nos enajenamos, nos alienamos, le traspasamos el poder a otros. Nadie nos va a cuidar si no nos cuidamos.
Empecemos a construir desde ahora el camino a la salud, a la felicidad, la carrera, las relaciones y la vida que queremos tener en el futuro.