- “Estuve muy ocupado con el cierre del trimestre, pero te aseguro que tengo el tema en agenda”.
- “El equipo no está listo. Necesitan más capacitación antes de dar el paso”.
- “Estamos esperando los informes de riesgo. Sin esa información no podemos tirarnos a la pileta”.
- “La semana próxima me reúno con los gerentes de las otras dos áreas, lo charlamos y vemos cómo nos articulamos”.
Escucho con frecuencia estos argumentos en mis conversaciones con personas que tienen la responsabilidad de liderar cambios. En algunos casos, la demora en la decisión de emprender una acción es prudente y es lógica dadas las condiciones del entorno. Pero a veces la renuencia a actuar revela un patrón de comportamiento que frena el logro de los resultados deseados y puede llevar al fracaso iniciativas de toda escala y magnitud.
La conducta recurrente de postergar la entrada en acción se define en psicología personal como procrastinación, y en términos de la teoría del juego como aversión al riesgo. Hay personas y empresas que, aun conociendo los beneficios que un cambio les puede traer en el futuro, se quedan estacionados en la banquina debatiendo la conveniencia del destino. Para cuando deciden ponerse en marcha, es probable que les sea difícil colarse en la fila de otros que arrancaron antes y ya están corriendo a toda velocidad. Más aún, las consecuencias de la espera tienen costos para el vehículo mismo, porque las partes se oxidan, los líquidos se evaporan o se endurecen, la batería se descarga, se desprograman los sistemas y las ruedas se quedan pegadas al pavimento. Van a hacer falta reparaciones intensivas y varios intentos antes de que se pueda volver a arrancar, si es que todavía vale la pena.
El timing es tanto o más importante que la idea
Una buena idea no vale nada si no es oportuna a las demandas del contexto. Por eso es tan importante el timing, la capacidad de intervenir en el lugar adecuado en el momento adecuado para ser puntuales en el presente y estar ágiles para aprovechar los escenarios del futuro.
“Basta de ensayos. La ola ya llegó. Es tiempo de ejecutar”, arengaba Gustavo Martínez, el CEO de COGA (Compañía Operadora de Gas del Amazonas) durante una reunión con veinte directores y gerentes. La compañía peruana llevaba varios años realizando mini-proyectos de mejora continua, comunicación y concientización de clima como cultura, pequeños avances de mucho aprendizaje y resultados muy efectivos acotados a distintas áreas y grupos. Pero el ejecutivo percibió que el gradualismo de esas acciones corría el riesgo de volverlas eternas, y estaba excusando la implementación concreta y cotidiana en todas las áreas, a todos los niveles y a todo vapor.
Hay quienes entran en parálisis por excesivo análisis. Necesitan información más exhaustiva, más estudios de datos, más informes. Otros no encuentran el momento adecuado. Sienten que ellos mismos o el equipo no están preparados, o que ahora no hay tiempo para implementar el cambio. Se debaten entre la espada y la pared: ¿Es mejor hacerlo bien y llegar tarde o hacerlo menos bien y ser oportuno?
Las iniciativas de cambio conviven con otros proyectos y con la rutina diaria. Lo más usual es que no haya un momento perfecto ni que estemos perfectamente preparados. El momento es ahora. A veces hay que animarse a tomar decisiones con pocos datos y a servir el plato a medio cocinar antes de que los comensales dejen la mesa.
Decisiones difíciles
Más que con una buena gestión del tiempo, el timing tiene que ver con una buena gestión de las emociones. Todo cambio implica una ruptura del equilibrio y una pérdida momentánea de control que naturalmente despierta inquietudes, temores y resistencias. Algunas personas e instituciones son más duchas para lidiar con el conflicto que genera lo nuevo. Son amantes del riesgo, temerarias, que no se asustan ante lo imprevisto. Otras son más conservadores, más cautas. Es un buen balance cuando una empresa o un equipo cuentan con jugadores de los dos tipos. Sin embargo, en la fiesta de vértigo actual, las empresas y el mundo tienen que bailar al ritmo del rock, y los que se deslizan en el vals, si no aceleran el paso, se convierten en un tapón.
Las decisiones más disruptivas son las más difíciles. ¿Cuándo es “el mejor momento” para hacernos cargo de incorporar, recambiar o desvincular personas? ¿Cuándo estamos lo suficientemente preparados para lanzar un producto nuevo, renovar las estructuras funcionales, cambiar la metodología de trabajo o incorporar un software nuevo? Puede ocurrir que la persona que tiene que liderar esos cambios no esté de acuerdo, que no le guste. Quizás prefiera seguir como hasta ahora, caminando en terreno conocido, y evitarse el estrés, el dolor y los conflictos asociados con el cambio. O tenga miedo de no ser capaz, de fracasar, de equivocarse, de ser despedido. Entonces vacila, dilata, cajonea, argumenta, batalla, negocia o se hace el distraído. Cualquier excusa es válida para patear para adelante la “ejecución de la sentencia”, esperando que el asunto desaparezca o que alguien más lo resuelva.
Mirar más allá del presente
Para superar la inmovilidad es útil salir de la mirada de corto plazo y evaluar las severas consecuencias de demorar el cambio, o de no hacerlo. Desvincular a cuatro personas hoy puede salvar el trabajo de treinta si la empresa no desaparece. Las ventanas de oportunidad se pueden cerrar si no las encaramos hoy mismo, y los costos van a ser mucho más altos que el dolor y la pérdida. El riesgo que ahora no podemos tolerar puede parecer mínimo cuando dentro de dos o tres años miremos para atrás. La complejidad y la velocidad del cambio, que hoy nos abruman, puede ser normales y hasta triviales a medida que se acelere el ritmo del contexto.
Decidir y actuar con asertividad son condimentos indispensables en el perfil del líder contemporáneo. Prevalecer, evolucionar y ser competitivos, tanto a nivel individual como colectivo, va a depender cada vez más de la agilidad con la que podamos acomodar nuestras emociones para sincronizarnos con las demandas del entorno.