En un mundo que cambia a pasos agigantados, ser demasiado perfeccionista puede ser un riesgo. A la hora de lanzar un producto o de introducir un cambio tenemos que ser oportunos a las necesidades del entorno, y eso nos obliga a enfrentarnos a un dilema: ¿qué privilegiamos, la calidad o la velocidad?
La amenaza de obsolescencia y la continua demanda de novedad hoy empujan a las empresas a innovar en un estado de apremio nunca visto, no solo en sus productos y servicios, cuyo ciclo de vida es cada vez más corto, sino en sus hábitos culturales, sus procesos y sus estructuras, para no quedarse afuera del juego.
En este contexto, las personas y empresas que lideran la innovación se ven atrapados entre la espada y la pared. La contracara de moverse rápido exige, muchas veces, sacrificar la calidad. La historia documenta experimentos que salieron bien y otros que casi acabaron con las empresas. Sin ir más lejos, unos días atrás, en ocasión del Ceo Leadership Summit, los ejecutivos de Samsung relataron para el público local cómo su apuro para presentar el Galaxy Note 7 el año pasado tuvo un costo para la compañía de miles de millones de dólares.
Sin embargo, sin riesgo no hay innovación. Muchas de las compañías que más veces fracasaron hoy lideran sus industrias. Pensemos en los reveses del Fire Phone de Amazon, el Windows Vista o el Google+, de la Coca Cola Life y el Tasty de MacDonald’s. Ni siquiera el prestigio y la fama de los productores son suficientes para garantizar que sus creaciones sean aceptadas: Rey Arturo de Spielberg fue un fracaso de taquilla; entre nosotros, el año pasado, la tira Entre caníbales, de Telefé, duró solo 4 meses en pantalla a pesar de contar con un elenco destacado (Oreiro, Vicuña y Furriel) y el talento de Juan José Campanella. ¿Fracasaron por falta de calidad? ¿Por llegar demasiado tarde? ¿Por leer mal el interés de sus audiencias? ¿O porque, en este mundo sin certezas, shit happens, las cosas malas ocurren y están fuera de nuestro control? Como sea, los tropezones fueron eso, tropezones, y las experiencias frustrantes fueron tomadas como instancias de aprendizaje en un camino de evolución permanente.
“Lo mejor es enemigo de lo bueno”, decía Voltaire, una máxima que Guy Kawasaki, el especialista en marketing y gran evangelizador de Apple, pragmáticamente interpretó como Don’t worry, be crappy, (que, para evitar lo escatológico, traduciré como “No te preocupes, sé roñoso”). La mentalidad emprendedora y creativa no puede paralizarse en los detalles. Ya no hay tiempo para preparar, pulir y testear un producto hasta que sea perfecto. Muchas veces hay que tomar riesgos y lanzarlo rápido, aunque eso signifique bajar los estándares y conformarse a un producto inmaduro, inacabado, desprolijo, imperfecto. Si sale mal, hay que tener cintura para minimizar los daños y seguir adelante. Eso hizo Samsung. La empresa coreana pidió disculpas a sus clientes, reemplazó los teléfonos defectuosos y detuvo por entero la producción del Note 7.
La rápida reacción, afirmaron los ejecutivos, hizo que sus seguidores se mantuvieran fieles y le aseguró, este año, el liderazgo parejo de su nueva versión con su principal competidor.
La disyuntiva entre velocidad y calidad también afecta a la implementación de las iniciativas de cambio en las empresas. Acelerar puede tener un costo alto en términos de incomodidad y resistencia, pero a veces no hay alternativa. Esperar a que las condiciones sean ideales, a tener todos los recursos, la tecnología, la cantidad de gente con las competencias necesarias y la estructura perfecta es más riesgoso que ejecutar aquello que se percibe como fundamental para la supervivencia. Como dice el refrán popular: “Con el movimiento, los melones se acomodan en el carro”. Cada vez más, para ser oportuno a las demandas del entorno hay que tomar la decisión de avanzar haciendo lo suficientemente bueno, aunque sea un poco crappy, y darse la posibilidad de ir mejorando en el camino.