¿Somos conscientes del impacto del lenguaje que usamos? ¿Comprendemos cómo afecta el pensamiento y las acciones, tanto a nivel personal como colectivo? ¿Las palabras que usamos traducen los valores, las expectativas y las emociones que queremos potenciar? ¿Están en sintonía y actualizadas con los cambios en el entorno?
“El lenguaje es un viaje, y muchas palabras están en tránsito”, dice Claudia Piñeiro en el prólogo al libro Cuentos de matrimonios. “Son las palabras que nombran la materia viva; palabras que definen elementos, conceptos, objetos, acciones, cualidades o sentimientos que cambian -algunos lenta, otros vertiginosamente- en tiempo y espacio”.
¿Qué viene primero, el lenguaje o la cultura? Como en la paradoja del huevo y la gallina, no hay una solución correcta. El lenguaje refleja la cultura, da indicios de cuán interiorizados están las nuevas ideas, valores y comportamientos. A la vez, también construye cultura, porque tener un lenguaje común, una definición compartida de hacia dónde queremos ir y cómo, dirige los pasos, inspira, genera comunidad e identidad.
El lenguaje no es inerte. Está vivo, evoluciona, cambia, se carga de nuevos sentidos, en una metamorfosis permanente para adaptarse a los cambios de contexto. Así como el término matrimonio se fue ensanchando para abarcar nuevas percepciones y experiencias, también en el mundo del trabajo las palabras están cambiando. Líder, por ejemplo, ya no denota un cargo formal, jefatura y control sino más bien un rol y una acción que cualquier persona puede ejercer, desde su posición, para influir en otros y motorizar ideas y procesos. Una persona ya no es líder, sino que lidera. Ya no está arriba ni en el centro, sino que forma parte del círculo donde se piensa y se produce la acción.
Cuando emerge un nuevo paradigma, suele ocurrir que las palabras se queden un poco rezagadas. Durante un tiempo se sigue utilizando un lenguaje que está desactualizado con respecto a los nuevos valores y formas de actuar. Por ejemplo, todavía se escuchan términos como bajar línea o bajar la información al equipo, o se habla de vender un plan hacia arriba o hacia abajo, que contradicen la necesidad actual de crear entornos de colaboración, más horizontales y participativos. Son palabras que se nos escapan, de las que nos cuesta despegarnos, que seguimos diciendo por inercia, porque estamos acostumbrados, pero también por nuestra propia resistencia a cambiar, aunque sea inconsciente. Como todavía no internalizamos del todo la nueva cultura, nuestros mensajes son confusos y contradictorios, y por lo tanto entorpecen el logro de lo que queremos. Hasta que llega el día en que alguien nos lo hace ver, o que las palabras viejas nos hacen tanto ruido que nos incomodan. Dejamos de ver el mundo en términos de arriba-abajo y entendemos que podemos compartir la información con quienes nos rodean e invitarlos a pensar juntos.
A medida que se internaliza la nueva cultura emergen palabras que van permeando el vocabulario cotidiano. Se van imponiendo, cada vez con más fuerza, las que empiezan con co y con inter: compartir, colaborar, cocrear, coprotagonizar; intercambio, interdisciplinario, interpersonal, integración. También hay otras palabras que hoy hacen fuertes y se van arraigando:
Influencia, que implica la capacidad de llegar a otros a través de la empatía y desde ahí orientar su percepción y sus comportamientos.
Bienestar, satisfacción, felicidad, ganas, entusiasmo, humanizar: palabras a escala humana que ojalá hayan llegado para quedarse y no brillen sólo un rato como jerga de moda. Surgen de la comprensión de que cada persona busca dar sentido y propósito a su vida, haciendo cosas que le gusten y, mejor, que le apasionen, viviendo experiencias positivas, creando un estilo de vida de estar-bien que diluye la división entre vida laboral y vida personal.
Facilitar, estar al servicio, aportar, contribuir expresan no sólo la esperanza de hacer un mundo mejor sino concretamente de ordenar la manera de trabajar en lo cotidiano, con la convicción que otorga tener un propósito común que beneficia a cada uno y al todo.
Nosotros: empieza a reemplazar, felizmente, la división entre yo y ellos, creando más energía, pertenencia, propiedad y orgullo compartido por los logros.
Al mismo tiempo, otras palabras caen en desgracia, se apagan, se ensucian, se vuelven políticamente incorrectas y van siendo desterradas. Es el caso de error o fracaso, porque ahora se comprende que equivocarse es sólo una fase útil y necesaria en cualquier proceso de aprendizaje.
El lenguaje es una herramienta poderosa para alterar positiva o negativamente la percepción de la realidad. Tenemos que ser conscientes de las palabras que usamos, porque afectan la motivación y el comportamiento. A través de ellas podemos crear climas, abrir o cerrar posibilidades, otorgar permisos, impulsar o retener. Sin embargo, es bueno recordar que un cambio de lenguaje no alcanza para provocar por sí mismo el cambio cultural que buscamos. Tiene que aterrizar en la acción, hacerse tangible en comportamientos concretos. Si no hay coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, si las palabras no están en sintonía con lo que pasa, estallan como fuegos artificiales y se llevan consigo la credibilidad de quien las dice, la confianza de quienes las escuchan, y la posibilidad de lograr lo que queremos.
“Palabras en tránsito, instituciones en tránsito, personas en tránsito. Junto al lenguaje, la realidad y todos nosotros viajamos”, sigue Claudia Piñeiro. En este viaje estamos nosotros, tratando de adaptarnos, a los tumbos, tartamudeando, volviéndonos cada día un poco más sabios para elegir las palabras que inspiren y construyan el mundo que soñamos, más justo, más disfrutable, más humano.