Para que el cambio eche raíces y se transforme en cultura, el involucramiento del líder es indelegable
Días atrás me convocó el gerente de logística de una empresa cliente. Su mano derecha le había anunciado que dejaba la compañía porque ya no podía seguir aguantando el mal clima en el área. La noticia hizo estallar la tapa de la olla en que se venía cocinando, desde hacía mucho tiempo, una sopa con ingredientes tóxicos: conflictos de poder, celos por nimiedades, rumores, quejas, desgano y mal humor generalizado. “Necesito que me prepares una capacitación para mejorar el clima, alguna actividad fuera de la oficina, con todo el grupo, y necesito que sea rápido”, me dijo, y agregó “Te pongo en contacto con la gente de Recursos Humanos para que lo organicen”.
El estímulo para decidir un cambio muchas veces está asociado a una situación de impacto. Algo ocurre, en este caso la pérdida de un colaborador talentoso, y de pronto se hacen evidentes las cuestiones que este gerente no veía, no porque no existieran sino porque no estaban en su radar, en su foco, y por lo tanto no formaban parte de sus prioridades ni de su agenda.
La alarma desencadena la necesidad de acción. Este líder se dio cuenta de que las cosas ya no podían seguir como hasta ahora. Necesitaba una solución, y la necesitaba ya. Y, como muchos otros líderes, recurrió a nosotros, los consultores externos, en busca de una solución mágica.
Hay dos razones principales por las cuales el modo de intervención que propone este líder (una capacitación rápida en la que nos soluciones el tema) tiene asegurado el fracaso:
1.La mirada en el corto plazo
La solución propuesta se enmarca en el mismo paradigma que en su momento dio origen y todavía sostiene el problema. Su atención está concentrada en el corto plazo, en los resultados inmediatos. Actúa como un bombero, apagando el incendio como un hecho aislado sin evaluar las consecuencias que puede generar a mediano y largo plazo. No se da cuenta de que usa para la solución el mismo tipo de pensamiento que lo ha llevado, en el caso que nos ocupa, a que la sopa tóxica haya ido levantando temperatura. Apremiado siempre por lo urgente, históricamente ha desatendido el bienestar, la motivación y las emociones de las personas.
La propuesta de “enlatar” un programa de mejora de clima o de cambio, asfixiada por la impaciencia, es una solución emparche. Impulsada por la retórica y la intensidad, durante un tiempo podría parecer que la solución funciona y hasta brindar la ilusión de que se ha superado el problema. Pero en realidad lo está pateando para adelante, porque si no se trabaja cada día para sostener las nuevas conductas el cambio es solo superficial, cosmético, y no termina de anclarse en la cultura. El impulso inicial pronto pierde su aceleración, retrocede y finalmente se estanca. La reaparición progresiva de las conductas acostumbradas hace que el líder y la compañía pierdan credibilidad y se fortalezca la resistencia, lo que atenta contra ese cambio o cualquier otro que quisiera implementar en el futuro.
No se puede encarar un cambio cultural, como es el cambio de clima laboral, como una carrera de cien metros. Es una maratón, y como tal requiere estrategias bien pensadas para distribuir el esfuerzo, evitar el desgaste y sostener el ritmo con paso firme hasta que las nuevas conductas reemplacen efectivamente a las anteriores.
2.La falta de compromiso personal
En mi experiencia, el éxito de la implantación de un cambio es directamente proporcional al compromiso de las personas involucradas. No alcanza con delegar la tarea en el consultor externo, como si se tratara de contratar a un mago o a un plomero para que destape los caños. Tampoco sirve pasarle la pelota a Recursos Humanos.
Si las personas no se perciben como parte de la solución es porque no se consideran parte del problema. Y ahí es donde se nota la diferencia entre los líderes que están dispuestos a involucrarse para que el cambio ocurra, al punto de transformarse a sí mismos para ayudar a otros a cambiar.
He trabajado con líderes de las más altas esferas en sus organizaciones que han estado presentes y participando activamente, a la par de su gente, en las distintas etapas de los procesos de cambio. Son líderes que no se desentienden, que demuestran con su presencia y accionar que están comprometidos, que están enfocados en las personas.
Fundamentalmente, son líderes que se cuestionan de qué manera ellos mismos pudieron haber generado y sostenido el estado actual, cuál fue su contribución a la sopa tóxica y qué pueden hacer, desde hoy, para modificar ese entorno.
La confianza que inspira un líder protagonista del proceso de mejora motiva el compromiso de los demás.
Las personas están mejor dispuestas al esfuerzo del cambio si perciben que su líder se hace cargo de la parte que le toca y está decidido a transformarse a sí mismo para lograr una mejora para todos.
Instalar un cambio cultural es un proceso largo y trabajoso, con logros y recaídas. No hay soluciones mágicas ni recetas, no hay gurúes ni programas garantizados. El rol del líder es indelegable, como lo es también su propia transformación. Es su compromiso y su atención lo que mueve a los demás en la dirección pautada, lo que los motiva a ponerse la camiseta, a apropiarse del cambio y a cuidarlo entre todos desde sus primeros brotes, cuando es más vulnerable, hasta que se consolide en hábito, en cultura.