El desafío de liderar a quienes no quieren o no pueden sumarse a la transformación.
En los años que llevamos acompañando a las empresas en su transformación encontramos que, cuando se presenta una iniciativa de cambio, hay un grupito de personas que desde el primer día se entusiasman y adoptan las novedades con facilidad, una gran masa en el medio que prefiere esperar a ver qué pasa y algunos individuos que se resisten, forcejean, confrontan y hacen lo posible por bloquear las propuestas. Son los pisabrotes del cambio, los que aplastan el retoño antes de que haya echado las primeras hojas, los que pinchan los globos del entusiasmo con su escepticismo, los que disparan a las ideas nuevas en el mismo momento de su aparición.
Algunos de los pisabrotes manifiestan su reticencia en forma abierta: se quejan, protestan, expresan sus puntos de vista divergentes, cínicos y críticos y encuentran siempre la manera de esquivar las tareas que la compañía necesita que hagan. Otros, en cambio, son más difíciles de detectar porque actúan en las sombras. Superficialmente se muestran cordiales, abiertos a las reformas y alineados con el cambio, pero por detrás socavan el proyecto y hacen lo posible por contagiar su negatividad a los demás.
La resistencia, al igual que el cambio, demanda un esfuerzo enorme. Por eso no es inusual que, a medida que avanza la transformación, algunos de los rebeldes decidan irse. Lidiar con los que eligen quedarse es un gran desafío para los encargados de conducir el cambio, porque si no logran adaptarse no podrán continuar en la empresa. Tomar esta una decisión es una instancia dolorosa y temida para cualquier líder, pues en ella se juegan la lealtad, el respeto, las experiencias compartidas y muchas veces el afecto. Y particularmente penoso es tener que dejar ir a esos colaboradores que técnicamente han sido y son brillantes, que han hecho importantes aportes a la organización, pero que por su inmunidad a lo nuevo se han convertido en un obstáculo.
Antes de tomar una decisión tan difícil, es bueno preguntarnos si, en alguna medida, no hemos sido partícipes de la resistencia y de la imposibilidad del otro para cambiar. Si es que no podemos, antes de que sea tarde, encontrar una base común y llegar a un acuerdo que haga más posible que el díscolo acepte el cambio y, eventualmente, lo acompañe.
En primer lugar, es interesante escuchar a los pisabrotes y comprender la causa de su resistencia. Los motivos son variados, pero básicamente pueden diferenciarse dos corrientes principales: la oposición al cambio propuesto por la organización y la renuencia personal a transformarse.
Puede ocurrir que la persona siga sosteniendo una mirada un poco idílica sobre el contexto y crea que todo va a salir bien si nos quedamos como estamos. Quizás todavía no comprende que el sentido del cambio, ni que es ineludible para la subsistencia de la empresa. Tal vez tenga una visión diferente del futuro y considere que el rumbo adoptado es equivocado o demasiado riesgoso. Puede ser que coincida con la necesidad del cambio pero disienta con la manera en que se decidió implementar el proceso. Es interesante atender a estos argumentos, porque quizás sean fundados, iluminen algún punto ciego del proyecto y contribuyan a mejorarlo. Los puntos de vista divergentes, además, pueden servirnos como feedback sobre nuestra efectividad para comunicar la iniciativa. ¿Logramos transmitir la urgencia, la necesidad y los beneficios del cambio? ¿Contagia la visión la convicción de que el cambio es posible?
Si, en cambio, la reticencia atañe a la imposibilidad de cambio del individuo, atendamos a su situación con empatía. La gente reacciona emocionalmente al estrés del cambio de muy diferentes maneras. Es posible que el pisabrotes esté tratando de protegerse del dolor que anticipa, que tenga miedo a fallar, a ser criticado o a no estar a la altura de lo que se espera de él. El escepticismo también puede deberse emociones negativas asociadas con cambios que vivió en otros tiempos o en otros contextos, o a que considere injusto lo que va a recibir a cambio de su esfuerzo. Un papel no menor juegan, a veces, el ego y las creencias rígidas que el individuo sostiene sobre sí mismo y sobre la empresa.
Agotadas todas las instancias para persuadir al pisabrotes de los beneficios del cambio, cuando se hace evidente que la persona no quiere o no puede cambiar, y que tampoco va a poder en un futuro cercano, no es mucho lo que podemos hacer. Dado que el “no cambio” no es una opción, por más valiosa que sea en su área de especialidad tendremos que asumir que su permanencia obstaculiza la transformación y mina el espíritu colectivo. Si no lo dejamos ir, además, el esfuerzo de cambio pierde credibilidad a los ojos de quienes ya están involucrados y de aquellos que, parados en el umbral, están a la espera de las señales que los alienten, o no, a sumarse a la corriente.
El camino hacia el cambio organizacional de por sí es arduo, complejo, confuso y estresante. Se avanza de a pequeños pasos, con paciencia, sorteando impedimentos e imprevistos. El liderazgo de las emociones y los comportamientos de resistencia juega un papel fundamental para involucrar a las personas desde el inicio del proceso. Aunque no siempre es posible transformar a los pisabrotes en aliados, el diálogo sincero y empático, sumado a políticas adecuadas de desarrollo y justa retribución, ayuda a identificar soluciones que expanden las posibilidades de que los resistentes se alineen con el cambio y colaboren en el funcionamiento de la nueva visión.
Andrea Churba